dilluns, 16 de maig del 2011

Epilobium Angustifolium

Como ya habréis podido observar, mi nombre es  Epilobium Angustifolium. Sí, es cierto que no es un nombre demasiado común y tampoco es que sea realmente fácil de pronunciar de un tirón pero, sin embargo, rima. Y por mucho que este hecho, a simple vista, os resulte bastante irrelevante y quizás hasta os llegue a parecer estúpido, no lo es de ninguna manera. Ya que mi nombre es tan largo, contiene al menos algún mecanismo que me haga a mí, pero también a todo aquel que me conozca, más fácil la faena de recordarlo.  ¡Es una gran ventaja! Pero como siempre hay algún despistado a quien le cuesta memorizar dos palabrejas, dejo que mis amigos me llamen Epilobio pero cualquiera de vosotros, si nunca se dirige a mí, que me llame Señor Angusti por favor. No es que pretenda recibir un trato de gran respeto –el cual seguramente merezca–  pero sería de mi agrado una ligera muestra de cortesía dado que, personalmente, opino que poco a poco se van perdiendo los buenos modales. Antes de entrar en un debate sin fin, dejadme contar mi historia.
Desde hace ya tiempos remotamente lejanos, mis antepasados, del mismo modo que lo hacemos yo y toda mi familia en la actualidad, han vivido en el campo. Esto no ha sido por dedicarse a labores rurales de ningún tipo, simplemente por el amor a la naturaleza y el desprecio a la vida en la urbe. Durante el último siglo nos hemos asentado en las verdes praderas de la fría Noruega, donde el Sol puede permanecer a la vista durante meses como quedar oculto a la vez que cubre con un negro manto las montañas y los fiordos que nos rodean. Sin embargo, esto acaba causando una interesante atmósfera que nos permite gozar tanto a mí como a toda mi familia de un poco de paz y tranquilidad. Lo digo porque, desgraciadamente, vivimos en una zona un pelín turística; y por pelín solo me refiero a que diariamente, justo enfrente de nosotros, aparcan autobuses -e incluso autocares- llenos de turistas de nacionalidades variopintas.
Personalmente no creo que el lugar donde vivo junto a mis padres, primos, hermanos e hijos sea particularmente bello pero ya sabéis lo que se dice; “para gustos, colores” y para colores la gran inmensidad del espectro electromagnético, eso sí, la de su zona visible por el ojo humano. Y tantos gustos y colores hay como tipos de personas y clases de autobuses. Yo no me había fijado antes pero hay gran variedad de transportes públicos y privados para un número pequeño –des de una docena de personas- hasta autocares con casi medio centenar de jubilados. Los jubilados, generalmente, nos tratan bastante bien; en cambio, son los más jóvenes quienes nos hacen sufrir más. Llegan ellos, tan pequeños, embutidos dentro de chaquetas de colores vistosos, acarreando una pequeña mochilita de tonalidades no menos sorprendentes a sus espaldas y, sin dar aviso alguno más que sus agudos chillidos, invaden nuestra propiedad arrasando con todo lo que encuentran a su paso. Es realmente aterrador. La semana pasada acabaron con la parcela del Señor Algidum y fue tal la brutalidad que los únicos supervivientes fueron sus dos hijos menores de sonrojadas mejillas. Y, perdonad mi indiscreción, pero claro está que la culpa de todo lo sucedido la tienen los padres que, en vez de vigilar a sus pequeños asesinos, posan de forma extravagante para los retratos familiares.
Así que si alguna vez pasáis por las bonitas tierras de Noruega pensad en mis primos y, si os queda un lugar vacío en el corazón, pensad también en mí cuando bajéis lentamente del autobús y os dispongáis a pisar las verdes praderas que son mi hogar.

Xavier Cucurull, 1r BAT B

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