dijous, 17 de març del 2011

Ana Lasheras o el espíritu insumiso

In Memoriam
Ramón García Mateos
 
Hay veces que las palabras se atragantan, atravesadas en la glotis como troncos de castor, y se niegan a salir al mundo, a reconocerse en el contacto con la vibración del aire. Hay veces que esas palabras se transforman en llanto y en sollozo, en lágrimas de sal entrecortadas que purifican el dolor; en otras ocasiones, se tornan orín y podredumbre para infectar el alma de reproches e inútiles blasfemias. Hay veces que quisieran surgir a borbotones, para explicar lo inexplicable, para justificar el cataclismo, unas sobre otras, en montonera y caos, mas de nuevo la es-acada se lo impide, las palabras rebeldes que rehúsan asomarse a la vida para negar así su desamparo.
Desde el jueves 2 de diciembre de 2010 hasta hoy, más de dos meses después, he intentado en varias ocasiones dejar sobre el papel el testimonio de mi cariño por Ana Lasheras San Martín —durante más de veinte años profesora de francés del IES Cambrils—, quien fallecía después de pelear valientemente dieciocho meses con un cáncer de cartílago que poco a poco le arrebató la vida. Durante esos veinte años Ana y yo fuimos compañeros y, sin embargo —y no es baladí el uso de la adversativa—, amigos: esa palabra sagrada que nunca debe pronunciarse en vano. Y las palabras, prisioneras en el fangal de la tragedia, se negaban a emerger.
Tal vez para no reconocer el rostro de la parca que llega triunfadora y a destiempo: Ana no había cumplido aún los sesenta años. Tal vez para no mirar a los ojos de Pablito, definitivamente huérfano. Tal vez para no sumar un es-abón más a la cadena de la malaventura que jalonó su vida y fortificó su corazón: no he conocido a nadie que se agigantase de tal forma ante el dolor y los reveses del destino. Tal vez… Tal vez, lo pienso ahora, porque la vida no fue generosa con ella y la muerte danzó siempre bordeando su cintura, tal vez porque podríamos decir, en su recuerdo y en voz alta, aquellos versos de Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé. / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... Yo no sé.”
Y sin embargo, y empiezo a darme cuenta ahora, la imagen de Ana que queda en mi memoria es la de una mujer vital y respondona, comprometida siempre, insumisa ante cualquier injusticia, generosa y enamorada de la vida. Si los golpes atroces de que habla Vallejo no pudieron quebrar su entereza tampoco este último golpe, como del odio de Dios, puede enturbiar nuestra memoria y su recuerdo. Nuestro recuerdo. El de la niña Ana, hermana mayor de una familia numerosa de primera, con mención especial y banda honorífica, al cuidado de los pequeños, con su uniforme de colegio de monjas que no tardarían en conocer su rebeldía: por preguntas impertinentes, castigada; por burlarse de la hermana portera, castigada; por leer esos libros, castigada. El de la joven Ana, estudiante en la Universidad —eran los años de “Papá, cuéntame otra vez”—, militante del Partido Comunista, alguna visita a la comisaría, su primer destino en aquel Teruel y su instituto impregnados de la huella de Labordeta y Sanchís Sinesterra, el trabajo de alfabetización entre gitanos que pudo costarle alguna mojá, y conociendo su carácter no nos parece fantasía hiperbólica. El de Ana profesora, enamorada de Villon y Baudelaire, lectora en Francia, docente en Tárrega donde recibe la visita intempestiva de su enamorado, caballero andante con disfraz de ciclista capaz de transitar más de treinta leguas para encontrarse con su amada, de manera que, tal vez para evitarle al paladín tamaño esfuerzo, acabaron en Cambrils al dulce amparo del Mediterráneo. Ese es el recuerdo de Ana que brilla en mi memoria. La mujer retobada, voluble y atrabiliaria en ocasiones, con una copa de buen rioja entre las manos, encendida en una reunión del claustro de profesores y dulcemente melancólica hablando de libros y lecturas recomendadas. La profesora que acoge a les élèves y extiende sobre ellos sus alas protectoras: mi hijo Álvaro sabe muy bien de lo que hablo. Ese es el recuerdo.
Se iluminan ahora las imágenes vividas. Ana y Epi, después de un partido de fútbol con alumnos en el que Dóniga marcó tres goles. Ana con Pablo, en su cochecito de niño primogénito, y el pequeño Raúl entre los brazos, sin sombra aún, sin desolación ninguna. Fotogramas de una vida guardados en el almacén de la memoria. Cada daguerrotipo revela la estampa de una mujer de cuerpo entero, con el arrebato libertario de los viejos anarquistas: ni dios, ni patrón, ni ley, empecinadamente entre-gada a la titánica tarea de la generosidad y del amor. Y tampoco aquí hay exageración ninguna. Su ejemplo lo demostró sobradamente.
Y brotan ahora las palabras sin obstáculo. Se rompieron los diques y las empalizadas. Tal vez porque saben que hablan por mi voz mas responden a otros muchos sentimientos: el de los viejos amigos, el de los amigos de siempre, el de los esforzados de la última singladura, el de tantos compañeros compartidos… Mis palabras, más que nunca, son las vuestras que se transforman en beso y en caricia que acompañan a Ana en el último recodo del camino.
 
Fotografía de Ana Lasheras con su hijo Pablo
 

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